LA PENA DE MUERTE

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Por Feliciano Flores Fernández

Al encender nuestros televisores, ver sus noticiarios, al leer los diarios que circulan en el seno de la sociedad, observamos que en la pantalla y en el papel impreso, surge la nota que presenta a elementos antisociales de muy diversa índole, hacedores de delitos indignantes, reprobables e inconcebibles. El pueblo ve rostros llenos de cinismo, alejados de todo signo de bondad, miradas impregnadas de odio, de rencor, de indiferencia de incomprensión y de insensibilidad humana. Ahí, frente al televisor y ante el lector, encontramos a seres conscientes o inconscientes de haber cometido un delito que la justicia del hombre habrá de castigar o de haber pecado, por lo cual habrá de responder ante una divina ley.

Delito, pecado, términos indistintamente aplicados a todo acto que se aparta de todo buen comportamiento humano, conceptos rechazados por toda ley del hombre y por todo credo religioso. En ambos casos, el delincuente o pecador sabe perfectamente que se hace acreedor a un castigo, conoce de antemano que su accionar negativo tarde o temprano tendrá una sanción y que al ser descubierto y aprehendido, será privado de su libertad por las leyes humanas y que al final de su existencia, aún tendrá que responder ante la ley del ser supremo en quien ha creído y ante quien habrá de encomendarse antes de emprender el viaje sin retorno…

El delincuente, despreciado, aborrecido y desdeñado socialmente, consignado jurídicamente por sus actos abominables contra sus semejantes, es un ser que a pesar de que en ocasiones es absuelto por falta de elementos probatorios o porque algún juez que lo es de nombre y de nómina, traiciona la ley debido a que el acusado sobrado de influencias y poder económico hace que ese impartidor de justicia se convierta en un mercader del derecho, delinquiendo aún más que el propio violador, asesino, defraudador o secuestrador…

Ante la perversidad de los malhechores que rebasan los límites del castigo que contemplan nuestras leyes, ciertos sectores de la sociedad agraviada claman y exigen la aplicación de la pena capital, buscando en ella una especie de venganza no solo en contra de aquel desafortunado ser que por múltiples y variadas circunstancias se convirtió en un ente antisocial, con apariencia de estar desposeído de sentimientos y consideraciones hacia sus semejantes sino también como medida preventiva para encontrar el remedio a tantas acciones negativas que hombres como el procesado, habrán de continuar realizando…

Sin duda, en momentos de indignación y ofensa, nos dejamos llevar por pensamientos vengativos que no sentimos ni deseamos, de ahí que al llegar la serenidad y reconocer lo maravilloso que es la bondad, determinamos que la pena de muerte es contraria a la naturaleza humana y que como entes civilizados debemos de tener la capacidad para evitar todo clima de inmoral linchamiento; procurando revisar y actualizar nuestro sistema de procuración e impartición de justicia a efecto de prevenir el delito de aquellos “monstruos malditos” que nacen del propio seno de nuestra sociedad, que es como el Himalaya para el hombre de las nieves, el laboratorio de donde surge frankestein o el infierno donde se supone existe el ángel de la maldad…

La sentencia de 50 0 más años de cárcel para los delincuentes sin conciencia y sin misericordia, conlleva en sí, el final de su existencia…el tiempo, encerrado junto al reo, coadyuva a esa muerte paulatina que día a día acerca su presencia hacia el infotunado… cada pedazo de tiempo que transcurre, hace que el recluso vaya identificándose con aquella imagen mortal que se le presenta y se le desvanece…cada noche que transcurre en su celda de alta seguridad, ve a su lado la imagen de quien por él viene…la ve tendida sobre su cama… sentada sobre su silla…observándole su espalda…envolviéndole con su sombra…rodeándole el cuello con sus brazos…acariciándolo su rostro con sus manos. La muerte se hace atmósfera sólida y alucinante…se hace atractiva silueta en el humo que despide un cigarrillo encendido…se hace nota musical en las palabras de una madre desconsolada…se hace tormento en los gritos del custodio…

Para un condenado, la vida y la muerte se confunden, la muerte se convierte en viento helado para el prisionero, le atraviesa la piel y le llega hasta los huesos…se transforma en luz intensa que ilumina los caminos hacia el más allá…la vida se consume lentamente, sin apresuramientos…la muerte y la vida caminan de la mano haciéndose infierno que de manera tranquila espera al ofensor social…vida y muerte unidas  en misión única, se dirigen hacia el templo donde el hombre descarga sus pecados…, donde compasión suplica…donde por perdones ruega…

El delincuente perdonado de la mortal pena, encuentra en la bondad del hombre y de la sociedad el peor de los castigos. Esa bondad que perdona y ese perdón que enaltece, hacen que el hombre que perdón recibe, vaya aprendiendo a  morir lentamente desde el  momento en que  a prisión ingresa. El tiempo es vida y a la vez muerte…el recluso vive muriendo y muere viviendo…la soledad es muerte y el final de su existencia es una larga tarea de soledad que él debe aprender a vivir…en la vida de un sentenciado, la muerte desempeña su labor paso a paso…de manera laboriosa, cruel y generosa…no llega de súbita manera…no cercena de tajo…no concluye de golpe único, no, ella destroza la existencia del condenado utilizando al tiempo como aliado y al ser supremo como aval…

En la celda del hombre recluido

la muerte golpea en tiempo y en espacio…

toda fracción de espacio hiere…

cada fragmento de tiempo mata…

La pena de muerte…no vale la pena.

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